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domingo, septiembre 18

"El final de los Weigel"

Uno no es lo que es por lo que escribe, sino por lo que ha leído.


Pasaron alrededor de cuatro meses para que la familia Weigel lograse olvidarse del pequeño que, hasta entonces, había acaparado la ventana de su ático. La familia Weigel era de las familias más adineradas de Alemania durante la década de los ochenta, su hogar poseía indescriptibles vistas a los  Alpes de Berchtesgaden, montañas que ganaban notable belleza al ser divisadas desde el ático de los Weigel.
Los Weigel eran una familia muy acogedora, el señor y la señora Weigel tenían tres preciosos hijos, un niño que hubiera cumplido nueve años llamado Burke, otra niña de la misma edad llamada Gretel y una preciosa bebé de apenas un año llamada Mathilda. El amor incondicional y el cariño era algo que mantenía unida a la familia por encima de todo el dinero que pudieran poseer. Pero las cosas empezaron a cambiar en la casa de los Weigel, hacía cuatro meses que ni los señores Weigel ni los pequeños lograban el valor para recuperar el que era su ático. El frío que se empezaba a notar solo con acercarse a unos pocos metros de las escaleras que conducían hacia arriba producía en los pequeños Burke y Gretel  una sensación de desprotección que conllevaba a que sus ojos se humedeciesen y acto seguido corriesen despavoridos a los brazos de sus padres. Esto pasaba pocas veces, puesto que cada vez los actos de valentía como acercarse al ático eran menos, el miedo gobernaba en la casa de los Weigel.
Era miércoles, el último miércoles de los Weigel. Gretel subía las escaleras del último piso, dirigiéndose hacia el ático, seguido de Burke, quien llevaba a Mathilda en brazos. Avanzada la madrugada los niños no conseguían conciliar el sueño después de que unos ininterrumpidos golpes que provenían del  ático les habían despertado. Al llegar al final de la escalera  y encontrarse enfrente nuevamente otras escaleras de madera que daban acceso al ático, un escalofrío o, tal vez una corriente de aire helador recorrió los alrededores de los niños acompañado de un sonido semejante al de un silbido muy suave, el movimiento del aire finalizó moviendo ligeramente el pomo de la puerta del ático, dejando ver a través de unos centímetros su interior, formado por un cúmulo de sombras y oscuridad.
Mathilda, comenzó a llorar, Burke la consoló besándole la frente y fijando la mirada en sus ojos azules. Gretel se quedó totalmente paralizada en el lugar donde la heladora brisa había comenzado, manteniendo la mirada fija en el entreabierto de la puerta. Burke, preocupado sentó a su hermana pequeña Mathilda al borde la escalera y se dirigió lentamente hace Gretel, intentó agarrarla de la mano. Pero nada más rozar su mano con la yema de su dedo índice, Gretel giró la cabeza lentamente hasta que su pelo rubio dejó mostrar en su rostro unos ojos de color blanco que dirigían una mirada vacía de sentimiento o incluso de vida. El horror invadió el cuerpo del pequeño que, atemorizado corrió escaleras abajo, tropezando con el último peldaño y cayendo sobre el suelo donde, intentando levantarse, dirigió la mirada hacia el final de la escalera hasta incorporarse nuevamente en pie para poder seguir corriendo hacia la habitación donde dormían los Weigel. Todo ello sin acordarse de algo que pasaría factura a toda la familia Weigel. Burke, tras el fantasmagórico acontecimiento huyó, dejando sentada al borde la escalera, a la pequeña Mathilda.
Los Weigel creyeron encontrarse en medio de una explosión al despertarse tras un tremendo estruendo, producido en realidad por la fuerza salida del pequeño Burke al abrir la puerta de su dormitorio acompañado de espeluznantes gritos, como si de un alma pidiendo misericordia se tratase.
Los Weigel hicieron en un principio caso  omiso al miedo de su hijo, entendiéndolo como el fruto de una pesadilla, pero tras la desesperación y lágrimas de Burke, los Weigel se calzaron rápidamente sus zapatillas y se dirigieron junto con su hijo hacia el piso de arriba. Al llegar al borde de la escalera Burke se quedó paralizado, su cuerpo se quedó firmemente parado al frente de la escalera y recordó horrorizado a su hermana sentada al borde, donde él la había dejado, pero Mathilda ya no seguía allí sentada.
La señora Weigel bajó y cogió a Burke en brazos, que no tenía otra expresión en su rostro desde que el sentimiento de culpabilidad invadió su cuerpo compartido con el terror.
Cuando ambos llegaron arriba, contemplaron al señor Weigel paralizado y, la puerta del ático, más entreabierta que la última vez,  dejando ver la luz de la luna entrando por los cristales de la ventana que dentro se encontraba. El señor Weigel no se daba la vuelta a pesar de las llamadas de su mujer que, empezando a sentir miedo, en un ataque de rabia, se acercó a su marido dejando a Burke al lado de la escalera, paralizado, y cogió del brazo a su marido para que le dirigiera la mirada y, de nuevo, unos ojos de color blanco sustituyeron el azul verdoso que antes abarcaba su mirada. Su cuerpo estaba helado y, con brusquedad, apartó la mano de su mujer y se dirigió hacia el ático. Cerró la puerta y el silencio hasta entonces protagonista, se vio irrumpido por el llanto desconsolado de Burke que corrió para abrazarse a las piernas de su madre, la cual estaba con la mirada fija y la mente en blanco.
La señora Weigel cogió al pequeño Burke de la mano y ambos canalizaron todo el miedo que los invadía para poder armarse con el suficiente valor y, juntos, subir una a una las viejas escaleras que a la puerta del ático daban. Empujar cuidadosamente el pomo hacia atrás para entrar por primera vez al que hace cuatro meses había sido su ático y que, desde entonces, solo les causaba miedo y noches de desvelo.
La señora Weigel soltó de la mano a su hijo cuando vio,  de espaldas, al final del cuarto, a su marido, mirando fijamente por la ventana, agarrando de su mano otra mano mucho más pequeña y suave, que pertenecía a la sombra de un pequeño cuerpo que yacía tumbado en el suelo del ático. Un pequeño cuerpo fácilmente reconocible. La señora Weigel, tras un gran grito de espanto corrió hacia el cuerpo de su pequeña Gretel, dejando a Burke solo junto a la puerta.
La señora Weigel cogió el cuerpo de Gretel y lo arrimó a su pecho, llorando desconsoladamente ante el rostro sin vida de su hija. El señor Weigel dirigió su mirada vacía de color hacia ella y, dio un fuerte golpe en la cara de la señora Weigel que, dejó caer sobre el suelo el cuerpo de Gretel, descubriendo bajo su camiseta un trozo de cristal roto clavado en su estómago. Parecía de una botella. Junto con un mensaje escrito con la misma sangre de la pequeña que decía “Es ist mein Fenster”. “Es mi ventana”.  Tras ello, la señora Weigel se incorporó lentamente hasta quedar cara a cara con su marido, el que, en su mano izquierda tenía la mitad de una botella de cristal. Y que, en cuestión de no más de tres segundos de su garganta salió un chillido inhumano, como si fuese una criatura maldita nacida de la noche y, con gran energía, se precipitó a través de la ventana, salpicando miles de cristales a los ojos de la señora Weigel, dejándola completamente invidente y bañando su rostro en sangre. Una agonía se adueñó de la mujer que, corriendo sin ver dónde se dirigía, empujó al pequeño Burke, al que tiró al suelo y, abandonó el ático sin darse cuenta de las escaleras que delante de la puerta se encontraban, tropezando así con ellas y cayendo sobre sí misma hasta llegar a encadenar la caída en conjunto con las escaleras del piso, tras varios golpes en la cabeza y en todo su cuerpo, la señora Weigel terminó con su vida, bañada en un charco de sangre al principio de la escalera.
El pequeño Burke se encontraba solo en el ático, al lado del cuerpo de su hermana Gretel y tras presenciar la muerte de ambos padres. Levantó la camiseta de su hermana, extrajo el trozo puntiagudo de cristal roto y se lo comenzó a introducir por la garganta hasta que su cuello quedó totalmente traspasado y el pequeño pasó de estar de pie a ir arrodillándose lentamente hasta caer sobre el cuerpo de su hermana y decir adiós a la vida.
En el ático, sentada, apoyada en la pared izquierda, se encontraba la pequeña Mathilda, a la que nadie había hecho alusión, se acercó con pasos inexpertos hacia la ventana rota y sonrió. Allí estaba él, era un niño, era un niño de unos nueve años, formado por una sombra con un tono azulado, que llevaba contemplando, en el mismo ático, en el mismo sitio, a través de la ventana, los Alpes de Berchtesgaden donde, hacía cuatro meses él y sus padres murieron tras un desprendimiento en  lo alto de las montañas.

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