-¿Tú
crees en el Busgosu y en los demás?-
Sí,
claro- respondí. No sé por qué hablé tan convencida. Seguramente habría sido
para no romper el ambiente mágico en que parecía que me encontraba.
Guillermo
cogió a Viviana y Antolín de la mano, y me dijo que tendríamos que comenzar a
bajar para que no oscureciese estando aún en la montaña.
La noche en el pueblo sería
tranquila. Los niños habían regresado a sus casas. Guillermo dormiría en casa
de uno de nuestros amigos, para no tener que utilizar el coche a esas horas.
Estábamos paseando de la mano por la grava, me hizo parar bajo una farola, y me
abrazó suavemente.
- ¿Quieres
subir a la zona alta? No creo que haya nadie a estas horas- clavó sus ojos en
los míos. -¿Para qué?- Él rio, y yo también. -¿Qué te parece si lo dejamos para
otro día?, cuando nos aseguremos de que no haya nadie. Después de que pasen las
fechas de fiesta, por ejemplo…- Intentó deslizar su brazo por encima de mi
cuello, pero lo evité, no estaba cómoda caminando así.
En el cielo brillaban las estrellas,
y nuestros besos las hacían brillar más fervientemente. Era una noche
maravillosa. Llegaba ya la madrugada.
El
último beso que nos dimos antes de despedirnos fue largo. Sin embargo, poco
después, caminábamos en direcciones distintas.
Al
llegar a casa, Rosario estaba llorando, y por la parte trasera de la casa, en
la calle, había un alboroto considerable. Ella no contestaba a mis preguntas,
no estaba en condiciones de hablar, así que la tapé con una manta y salí fuera
para ver qué sucedía.
No pude evitar emocionarme. Mis ojos
se bañaron en lágrimas tan solo con ver la desesperación, fuertemente marcada,
en los rostros de quienes allí se encontraban.
Un chico
de unos veinte años, a quien nunca había visto por el pueblo, se acercó a mí.
Desesperada, pregunté qué había sucedido. Me contestó con una voz temblorosa y
entrecortada. Un niño había desaparecido.
-Nadie
sabe dónde está, ni cuánto lleva fuera, yo mismo había ido con sus padres a
Nava hoy de tarde para hacer unos recados. Parece ser que, cuando volvieron, el
chico no estaba en casa, le buscaron pensando que podría encontrarse en el
prado o en el parque. Pero pasaron las horas y seguía sin aparecer. La única
persona que dijo verlo ha sido su abuela, pero quién sabe si será verdad, a sus
noventa años y con demencia senil no diferencian lo que ven de lo que imaginan-
me miró fijamente, como si me hubiera contestado por cortesía, sin percatarse
de mí hasta el momento.- Tú, eres Llara, tú fuiste hoy con los niños a Incós,
¡tienes que saber dónde está!- elevó el volumen de la voz a medida que hablaba,
terminando en un grito que me horrorizó.
-
¡No puede ser!, ¿de qué niño se trata?-
Me
agarró fuertemente de un brazo y me miró encolerizado.- ¡Joaquín!, ¡deberías
haberte quedado con él hasta que sus padres llegasen!, ¡irresponsable!-
Empecé
a llorar, como si el último de mis días estuviese cerca, como el condenado que
pide piedad ante su yugo. En ese momento mi vida era una nube gris, donde la
culpa me envolvía.
Joaquín llevaba horas desaparecido.
Las cuatro de la madrugada, frío, cielo encapotado comenzando a deshacerse en
una lluvia que parecía granizo por sus embestidas contra el suelo. Corrí,
resbalé, me volví a levantar y seguí corriendo, mi pelo chorreaba, comencé a
asfixiarme. Corrí hasta la parte oeste del pueblo, y golpeé bruscamente, con
gritos continuos en mi garganta, la aldaba de bronce.
Guillermo
abrió atemorizado por los gritos. Me rodeó con sus brazos, pero yo seguía
llorando, no era capaz de explicarle qué pasaba. Me obligó a pasar al interior,
intentó sentarme en una silla. Hablé ahogada por las lágrimas, asustada aún por
las acusaciones y los gritos.
-Toma-
me tendió una linterna sobre las manos. -Puede estar en cualquier parte, hay
que correr.- Se paró en seco frente a mí.- No quiero pensar que tenga algo que
ver con las tonterías que le contaste en Incós.-
Aumentaron
mis ganas de llorar, me sentía sola. Amanecería en tan solo unas horas, y los
árboles del bosque de la parte alta del pueblo se iluminaban con las numerosas
linternas de todos cuantos buscábamos a Joaquín.
El
suelo estaba embarrado. Él no me dirigía ni una sola palabra, y se encontraba
varios metros por detrás, pero íbamos en direcciones opuestas. Direcciones que,
seguramente, se corresponderían con las de nuestras vidas.
¿Quién era yo para ilusionar a un
niño con esas historias? ¿Por qué no me puse límites a mí misma? Y, sobre todo,
por qué le diría que creía en esos relatos.
Inmóvil, y de rodillas en el suelo
por agotamiento, fui empujada hacia delante con fuerza. Una fuerza que me
transmitió calor con el empuje. Sintiendo en mi espalda la forma y el frío de
una pequeña nariz, escuchando leves sollozos, y respirando con dificultad por
culpa de la presión de un cuerpo sobre mi espalda y pecho, caí en la tierra.
Sus ojos
eran firmes y secos, y su abrazo significó el mayor milagro imaginable hasta
para mí, que nunca creí en los milagros. El pequeño se asustó con mi grito. Los
vecinos comenzaron a acercarse. Y Joaquín se agarró con fuerza a mí. Entonces,
le pregunté el porqué de esa desaparición.
-Estaba
buscando- su voz se apagaba.
- ¿Qué?,
¿qué estabas buscando?-
-Buscaba
la piedra. Para que mi abuela se curase.
-
Joaquín, esa piedra no existe, es mitología. Me emociono mucho contándoos
historias, no fue más que eso.-
Llenos
de lágrimas el pequeño y yo éramos uno. Guillermo, acercándose, me abrazó. Sentí
que sería su forma de anunciar nuestro último abrazo. Pero un beso me hizo
olvidar esa idea.
En un cierto momento Guillermo golpeó al aire de
manera muy brusca, como si intentase partir el firmamento, asustándonos a los
dos. Se oía un aleteo alejarse de nuestras espaldas. La silueta del ave
nocturna se hacía cada vez más pequeña, distanciándose de la mano de su
acogedora noche, una blanca estela que empequeñecía y se alejaba cada vez más,
como la vida. Sus grandes ojos negros, su emplumado cuerpo, blanco como la luz
al final del camino. Se llevaba consigo la energía, mi aire, su aire, se
desvanecía con la oscuridad de la noche y la llegada del alba. Mi último suspiro,
y se lo regalé.
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